La mención de Estados Unidos de Norteamérica provoca en mí desde hace muchos años, sentimientos encontrados.
Hace diez años escribí para un medio gráfico un artículo titulado “No estar a favor de Bush no es estar en contra de los estadounidenses” refiriéndome entre otras cosas, al presidente Franklin D. Roosevelt, a quien hasta pasada mi adolescencia había considerado el adalid de la democracia, decepcionándome cuando me enteré que había ocultado deliberadamente al pueblo estadounidense, a fin de sensibilizarlo para sumarse a la guerra europea, el inminente ataque de la aviación japonesa a Pearl Harbour el 7 de diciembre de 1941, en el que se perdieron mucho más vidas norteamericanas que elementos bélicos de real utilidad. Aunque en plena adolescencia ya me había sentido mucho menos “aliadófilo” (partidario de los países que luchaban contra las potencias del “Eje” Alemania, Italia y Japón, por si alguien no lo sabe o no lo recuerda) cuando el sucesor del fallecido Roosevelt, Harry S. Truman, ordenó arrojar la bomba atómica sobre Hiroshima (6 de agosto de 1945) y pasados tres días, otra sobre Nagasaki, lo que convertiría en octubre de 1946 en un sarcasmo, el juicio del Tribunal Interaliado de Nüremberg condenando a los genocidas nazis.
Después, las decepciones se sucederían en forma creciente con la cada vez más desembozada intromisión estadounidense –con tropas en acción incluidas- en la política y la economía de otros países, que por supuesto han facilitado los corruptos dirigentes de los mismos, ante la inacción de pueblos lamentablemente aletargados.
¿Debemos sumar a lo negativo la penetración cultural norteamericana?. Hoy que hemos perdido casi totalmente nuestra identidad, parecería que sí.
Sin embargo, cuando aún teníamos “identidad”, ya disfrutábamos de lo que nos llegaba del país del Norte.
En lo personal, no podría separar mi pre formación profesional en los primeros años de mi infancia, de lo nacional y lo importado: las aventuras del indio Patoruzú, del argentino Dante Quinterno, entre otras historietas nacionales, formaban parte de mis lecturas que también incluían a Popeye (o Espagueti, nombre con el que lo conocí en el suplemento de historietas del diario “Crítica”), de Elzie Segar (nacido en Chester, Illinois en 1894) y por supuesto, al Ratón Mickey y al Pato Donald, de Walt Disney (nacido en Chicago en 1901), quien además me enseñó a “ver” a los 8 años, la música de Johann S. Bach, Peter I. Tschaikowsky, Paul Dukas, Igor Stravinsky, Ludwig van Beethoven, Amilcare Ponchielli, Modest Mussorgsky y Franz Schubert a través de la película “Fantasía”, o a sensibilizarme al máximo, llevando al dibujo animado el libro de Félix Salten, “Bambi”.
Y ya que menciono el cine, convengamos en que este invento sobrevivió al desinterés y a la crítica destructiva, porque mantuvo su vitalidad en los Estados Unidos. Y en cierta forma también contribuyó a mi formación como cineasta aficionado, al dejarme grabadas en la mente algunas ideas, por ejemplo, el color en la parte central de una película, con el comienzo y el final en blanco y negro, como en “El mago de Oz” (1939), de Victor Fleming, con Judy Garland (en realidad recogí la idea veintitrés años después, para aprovechar en una película personal en colores en preparación, algunas tomas que había hecho anteriormente en blanco y negro).
¿Hubiera podido desarrollar todo su talento creativo el inglés Charles Chaplin –posteriormente perseguido en 1952 por el olvidable senador norteamericano Joseph Mc Carthy y la nefasta Comisión de Actividades Antiamericanas-, si en 1914 no se hubiera trasladado a los EE.UU.?
Desde luego, el país del Norte ha tenido sus grandes cómicos nativos, entre ellos Buster Keaton, natural de Kansas; los neoyorquinos Hermanos Marx; el también neoyorquino Danny Kaye; Low Costello, oriundo de Patterson, Nueva Jersey; Oliver Hardy…
Mi adolescencia está llena del recuerdo de buenas películas norteamericanas: “Casablanca” (1943; aclaro que las sucesivas fechas corresponden a su exhibición en Buenos Aires), de Michael Curtiz, con el neoyorquino Humphrey Bogart junto a Paul Henreid y la sueca Ingrid Bergman; “El diablo dijo no” (1944), de Ernst Lubitsch, con Don Ameche; “Canción inolvidable” (1945), con Cornel Wilde en el papel de Fréderic Chopin; “El valle de la abnegación” (1946), con Greer Garson, una de las tantas figuras del cine norteamericano descubiertas en teatros londinenses; “Lo mejor de nuestra vida” (1947), con Frederich March; “¡Qué bello es vivir!” (1947) –película del director ítalo norteamericano Frank Capra, que no había perdido nada de su encanto para mí cuando en 1972 la hice proyectar en un colegio secundario como parte de un programa de extensión escolar, que impactó a los espectadores que no la habían visto antes- con James Stewart, oriundo de Indiana, Pensylvania, como protagonista; “Belinda” (1949), con Lew Ayres y Jane Wyman personificando a una muda…
También podría mencionar las excelentes caracterizaciones en “Cyrano de Bergerac” y “Moulin Rouge”, del puertorriqueño José Ferrer, radicado desde muy pequeño en los EE.UU.; el clima de “El hombre quieto”, de John Ford (el del parche negro sobre el ojo izquierdo), donde la pelea de John Wayne insume media película; o el suspenso de “Con las horas contadas”, donde a partir de la presentación de la película ya se sabe que el protagonista va a morir…
Todavía puedo entusiasmarme recordando las actuaciones de Katharine Hepburn, nacida en Hartford (Connecticut) y Spencer Tracy, oriundo de Milwaukee (Wisconsin); o la de la norteamericana –aunque holandesa de nacimiento- Audrey Hepburn.
“El delator” (1942), “¡Qué verde era mi valle!” (1942), ambas del ya mencionado John Ford; “El ciudadano” (1941), de Orson Welles; “20,000 leguas de viaje submarino”, una de las películas protagonizadas por el actor británico James Mason durante los dieciséis años que vivió en los EE.UU.
También me entusiasmaban por aquella época personajes de historieta como los de Alex Raymond, oriundo de New Rochelle (New York): Flash Gordon, primero, y después Rip Kirby (cuyo modelo de anteojos adopté definitivamente), redescubriendo otros, como Polly and her Pals –que vendría a ser algo cercano a Polly y sus amigos, aunque en la Argentina se lo conoció como Don Jacobo en la Argentina, de Cliff Sterret, nacido en 1883 en Fergus Falls (Minnesota); Don Cuerito (Sappo), de Segar; Burbuja (Just Kids), de Machamer (después A. Carter); El pibe Piraña (Henry), de Carl Anderson; El gato loco (Krazi Kat) –en realidad, una gata-, de Herriman...
A la mayoría de ellos no tuve ocasión de participarles mi identificación con sus creaciones: sí llegué a hacerlo en 1984 con Jerry Marcus, el autor de Trudy, razón por la cual uno de sus originales, luce dedicado, en el lugar donde trabajo, junto a otros dibujos dedicados por autores argentinos.
Hay muchos estadounidenses (por nacimiento o por apdoción) a los que debo una grata infancia a partir de la publicación de sus creaciones en los suplementos de historietas, especialmente del diario “Crítica”. A otros debo muchas buenas horas de mi adolescencia pasadas en los cines.
Ellos nada tienen que ver con los Bush, con el Pentágono, con los Kissinger, con la Central Intelligence Agency (CIA). Tal vez compartan nuestras mismas culpas: tolerar que ciertos connacionales dedicados a la política asuman indebidamente una representación que no nos representa.
Siulnas
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